martes, 30 de junio de 2009

Escribir sin palabras


Bonito tema el que se me ha presentado casi sin darme cuenta, pero del que venía reflexionando hace unas semanas. Bueno, para qué negarlo. Vengo reflexionando sobre él desde que tengo uso de razón. Quizás debido a su importancia máxima en mi forma de ver la vida; quizás porque nunca he sentido dicha sensación recorriendo mi cuerpo por cada resquicio hasta calarme los huesos.

Es lógico que se pregunten cómo pretendo yo hablar sobre algo de lo que no tengo pruebas empíricas para demostrar lo que realmente es, cómo tengo la valentía de intentar transmitir algo hacia los demás sin haberlo paladeado nunca antes. Es más, yo mismo me pregunto si algo de magnitudes tan estratosféricas puede llegar a existir en un mundo que está embelesado por los focos del egoísmo y del egocentrismo.

Es cierto, la imaginación nos puede llevar a mundos hasta ahora desconocidos para nosotros. Sin embargo, su combustible es finito y no siempre nos hace llegar a lo podríamos llamar una autosuficiencia plena. En otras palabras, no podemos abastecernos nosotros mismos de las emociones que nos hacen ser incompletos en un punto determinado de nuestra vida. ¡Qué fácil y qué aburrido sería todo!

Por tanto, es inevitable tener que valernos de otras personas para que nos insuflen aquello que tanto anhelamos, y que, a lo mejor, nos decepciona una vez que nos han hecho palpitar el corazón un par de minutos a una velocidad ligeramente superior a la normal. Es inevitable tener que coger el impulso en otras sonrisas diferentes a la de uno mismo para poder saborear las mieles del éxito.

Y es que es jodidamente inevitable imaginar tu sonrisa, tu pelo, tus manos, tus ojos... Es jodidamente frustrante no poder poner una cara a un sentimiento que rodea tanta felicidad, tranqulidad, paz. Eres tú la única que me quita el aliento y me lo devuelve cerrando los túneles de nuestras bocas. Autopistas hacia el cielo se cruzan en una desenfrenada lucha por abrazar nuestros labios deseosos de un respiro. La anestesia de la pasión que Apolo no pudo inyectar a Dafne, árbol de hoja caduca.

Pero más frustrante aún es no poder escuchar la melodía que debe de componerse con el roce de la brisa en tu pelo. El aire encajaría perfectamente en el pentagrama negro de tu cabello. "Do, Re, Mi.." Un pentagrama no en clave de sol, ni de luna. En clave de beso. La luz de la luna llena delataría la tímida sonrisa que esbozas cuando te robo la mirada e intento hacerte ver que me encantas. El pequeño astro de la noche es mi aliado para regalarte mil miradas más, y sacarte infinidad de sonrisas cada noche, al son del latir de nuestros corazones acelerados. Porque sacrificaría todas y cada una de mis horas de sueño para oír a tu corazón susurrando mi nombre...

Porque me muero de ganas de escribirte sin palabras. Convertirnos en ciegos por un momento, cerrar los ojos, y dejar que nuestras manos lean por sí solas lo que dice la piel del otro. Leerte en braille y aprendérnoslo de memoria una y otra vez...

Porque no me importa que todos los semáforos de la ciudad se pongan en rojo, sólo así tendré una excusa más para poder besarte.

Sólo así podré dejarte sin palabras.

miércoles, 17 de junio de 2009

Instintivamente...


Aparentemente, esta parece una estampa que desprende un misticismo e inspira paz, comodidad, tranquilidad. Es una de las muchas interpretaciones que se le puede dar a una foto. Somos una sociedad que se mueve por imágenes, por instintos, por cosas sensitivas. El oído, el tacto, el gusto, el olfato y, sobre todo, la vista nos han guiado en innumerables ocasiones por viajes insospechados que acabaron en un fracaso rotundo. En el engaño.

No sé qué habran pensado ustedes, seguramente algo totalmente distinto a mi percepción, pero a mí esta toma me sugiere escribir una historia de una noche de amor desenfrenado que ha durado mil y una madrugadas en esa misma cama. Un lecho que había tenido que aguantar incontables golpes y mordeduras de amor; y las que quedaban.

Tahimi se había despertado y no había encontrado a nadie a su vera. Nada le parecía extraño. Todos sus amantes aprovechaban hasta el último segundo de ocaso lumínico para pasar desapercibidos en las noches frías. Cuando más calor se necesita. Nunca esperaban al alba para coger las llaves del coche, la cartera, el teléfono móvil y su alma perdida. Ni siquiera miraban a sus espaldas. Un último adiós no era una opción.

La sensación más conocida por Tahimi era ese regusto de amargura que nos queda por la despedida de alguien. Cada mañana sus párpados dejaban de abrazarse para dar la bienvenida a un nuevo día. La vista siempre fijaba su objetivo en esa maldita foto; el oído se ponía en funcionamiento y escuchaba la sinfonía de las risas infantiles jugando en la calle; sus manos palpaban la soledad de las sábanas casi sin arrugas; su nariz inspiraba y cogía la primera bocanada de humedad típica de La Habana. Pero...¿y su corazón? En su corazón había demasiados agujeros propiciados por el ir y venir de recuerdos que asediaban su mente. Bombas de relojería que daban en el punto débil. En su sexto sentido.

No podía llegar a entender cómo él fue capaz de hacer eso. Nunca se había convencido de que Isaac fuera a dejarla sola. Él había decidido dejar escapar su vida con un simple nudo de cuerda y una silla para alcanzar a rodearse el cuello. Un simple toque, y adiós. El lugar elegido fue al lado de esa misma puerta por la que todos los amantes de Tahimi salían sin despedirse, sin el más mínimo remordimiento de aquel que hace el mal.

Isaac se había marchado y en la cama había dejado un pequeño ramo de flores de plástico y una nota escrita a mano con la tinta corrida por las lágrimas con las que la escribía. Ya no importaba nada. Sólo fue capaz de escribir algo de corazón para que ella tuviera siempre presente el poco amor que le quedaba hacia él.

"Mi camino, mi fuerza, mi hálito de vida, mi Caronte del Cielo"

Y para más prueba de su amor, Isaac se ahorcó de espaldas a la puerta, mirando hacia la cama. Queriendo entrar en la vida de Tahimi, y no salir de ella.

Desde entonces, Tahimi se quedaba petrificada cada noche mirando hacia la puerta, de la que ya no entraba ni salía nadie. Intentaba ver sus ojos. En su mesilla de noche, tenía la nota de muerte de Isaac, una lámpara, y esa foto que siempre miraba nada más abrir los ojos. Era una foto de ella misma, instintivamente sola...